Entran nuestros dos cuerpos enteros en la bañera, nos metemos sin agua y con ropa, damos vuelta el sentido de la vida. Camilo me pregunta si estoy cómoda y yo le respondo que siento como si ese espacio en el que estoy hubiera sido hecho especialmente para mí. Camilo se ríe, me dice que es imposible que me sienta cómoda, y me saca una foto como prueba de la deformidad de mi postura. Somos salvajes y libres y todavía jóvenes. Perdemos la noción del tiempo, nos amoldamos a la forma del otro y desvariamos. Hablamos de aquellos que nos rompieron y de aquellos a los que sin querer rompimos. No podemos hacer nada para evitar el sufrimiento-concluimos-, ni el nuestro, ni el ajeno. Nos reímos hasta que nos duele la cara y sentimos el calor del piso de mi baño. Sabemos que hay que salir pero no queremos irnos. Por un momento, efímero o eterno, encontramos un hogar: estamos en donde queremos estar.

Estoy en una esquina del Raval intentando entender un mapa que me robé de una cafetería en la que no compré nada. Nunca aprendí dónde queda el norte y partiendo de ahí ya es muy difícil llegar a cualquier lado. Generalmente camino sin rumbo hasta encontrar un portal que me devuelva a la dimensión conocida, que normalmente se traduce en cualquier parada de subte de la misma línea de cualquiera sea el aposento que me esté alojando. Cuando ya casi estoy por darme por vencida se me acerca una gitana no mucho más alta que mi metro cincuenta. Con una mano sacude una latita y con la otra carga unas rosas tan marchitas que dan pena. Me mira, yo la miro, sonrío pero ella no sonríe, ni habla, ni nada. Solo sacude la lata que suena a que adentro tiene no más de tres monedas. Atino a alejarme pero ella da otro paso hacia mí, y entonces pienso que es muda, y pienso si tendré alguna moneda que la aleje de mí. Doblo el mapa, lo sostengo bajo mi axila, entre mi teta izquierda y mi axila, y reviso todos los recovecos de mi mochila, y entonces recuerdo que en el bolsillo de mi saco negro guardé el cambio de un paquete de chicles, meto los dedos por el agujero del bolsillo roto, y haciendo malabares con mi índice y mi dedo medio logro sacar una moneda de 50 centavos que tiro lo más suavemente posible a su lata, y entonces ella dice «mai s’arriba a cap lloc», yo sonrió, la ignoro, desdoblo mi mapa y ella repite «mai s’arriba a cap lloc». Ya me está molestando así que empiezo a caminar para alejarme de ella, pero ella insiste y camina lento y rengueando detrás de mí, gritando lo mismo cada vez más fuerte. Camino más rápido y agradezco que las calles del Raval sean como gigantes laberintos, lo cual es muy gracioso porque es de lo mismo que me quejaba minutos antes cuando no entendía el mapa. A lo lejos sigo escuchando «mai s’arriba a cap lloc» y me desesperan sus gritos y su eco y el eco que hacen esas 5 palabras en mi cabeza. Por última vez miro mi mapa, resoplo, acepto la derrota y lo tiro en una papelera de la que desbordan una cajita feliz y unas papas fritas bañadas en ketchup, y sigo caminando otra vez sin rumbo, porque total, tiene razón la gitana: nunca se llega a ningún lado

Son las 2 de la mañana y una angustia que me ahoga no me deja dormir. Intento descifrar qué es lo que me duele y hago un recorrido por todas las horas de mi día, después de mi semana, y como sigo sin respuestas, de todo mi año. Pienso en todos mis ex, en mis abuelos muertos, en las amigas que ya no tengo y en los gatos que perdí. Pienso en todos los libros que dejé en una caja en Hamburgo y en los que regalé en Venecia porque ya no tenía lugar en la valija. Pienso en Venecia, en la noche aquella que caminé 35 cuadras para mentir que me quería ir. Pienso en la casa en la que pienso cuando pienso en mi casa, y pienso en que mi casa tendría que ser siempre la actual, pero mi casa sigue siendo aquella otra aunque ya no esté ni yo ni ninguno de nosotros. Pienso en el futuro, en la valija negra y la mochila azul y en dos pares de championes y unas chinelas y cuál cámara y cuál cuaderno y cuál ciudad y en dónde haré escala y en acordarme de pedir ventana y en que capaz que las reservas las tengo que hacer para dos y sigo sin poder dormir y entonces siento un dolor en la parte baja de mi panza y me recuerdo mujer y entiendo que esta debilidad es fortaleza y me quedo dormida abrazada a mí misma.

La casa de Itzuaingó la heredó mi abuela Choli. Ituzaingó 195, que aunque no fue mi primera casa, es la primera casa que recuerdo.
La puerta estaba precedida por dos escalones de mármol y era marrón y de una madera gruesa. De chica me maravillaba que la puerta se cerrara sola sin necesidad de pasar llave.
Cuando entrabas estaba el living con unos sillones marrones que tuvimos por muchísimos años. En el centro de la habitación una mesa redonda, y una de las paredes era una puerta corrediza enorme de madera que separaba el living del garage.
La escalera hacia el piso de arriba era verde y al subir había un espejo frente al que me gustaba mucho bailar.
El pasamanos de la escalera era de madera y en el primer escalón no era sólo un pasamanos sino que tenía una tapa que al sacarla descubría lo que siempre sentí como mi escondite, mi lugar secreto. Nunca le dije a nadie de mi familia que ese hueco existía porque me gustaba pensarlo como un recoveco sólo mío. Hoy pienso en esa niña ingenua y me río: todos sabían que ahí era donde yo escondía las golosinas que papá me compraba en lo que yo creía que era secreto.
Arriba había tres cuartos. Uno era el mío, en él había dos camas pero yo dormía siempre sola. En la pared colgaba un cuadro de tela que leía un poema que hoy no me gusta:
«Al perderte yo a ti,
tú y yo hemos perdido,
yo porque tu eras lo que yo más amaba
y tú porque yo era el que te amaba más,
pero de nosotros dos,
tu pierdes más que yo,
porque yo podré amar otra vez como te amaba a ti
pero a ti no te amarán
como te amaba yo»
Al lado de mi cuarto era el cuarto del abuelo. Todas las noches yo me acostaba en su cama y él me dejaba mirar dibujitos. Cuando me quedaba dormida, el abuelo me llevaba a mi cuarto para el otro día despertarme tempranito, cepillarme los dientes y llevarme a la escuela. En el cuarto de en frente dormía mi abuela.
Alguna vez les pregunté por qué dormían en cuartos separados, es que yo sabía que los padres de mis amigas dormían juntos en esas camas grandes que usaban los adultos. Me dijeron que era porque el abuelo miraba tele hasta tarde y a ella le molestaba. Pensé que qué raro, porque la abuela se dormía todas las noches con la tele prendida.
Años después, sentada en la hamaca verde del patio, la abuela pronunció las palabras que más me dolieron en la vida: «yo en realidad estuve toda mi vida enamorada de otro hombre». No sé cuántos años pasaron, pero hasta hoy se me rompe el corazón de pensar en ese día, en ella y en su vida. Ese hombre se llamaba Elías Henaide, y ella tenía su nombre anotado en su calendario de cumpleaños de atrás de la puerta. 3 de diciembre de 1930 y algo. Durante toda mi infancia post-episodio sufría todo diciembre, no veía la hora de dar inicio a un nuevo año, que significaba que la abuela daría vuelta la página de su calendario, y Elías Henaide desaparecería otra vez por 11 meses, para siempre otra vez volver, diciembre tras diciembre, año tras año.
A mi abuela le coartaron la posibilidad del amor verdadero, y ese fue un dolor que la acompañó hasta el día de su muerte.
Yo no estuve cuando mi abuela se murió. Estaba sentada en un puente de Venecia cuando leí sse mensaje que decía «ya está».
Eso fue su muerte, ya está, como un trámite, como un final esperado.
Lloré y Jaco me abrazó y me dijo lo que decimos todos cuando un abuelo se muere: «era lo mejor, ya estaba grande». Pero yo no lloraba por su muerte, yo lloraba por su vida.

casi chau

Esta fue mi casa número quince, y quince casas son un montón para 25 años. Es un promedio de un año y medio por casa, pero si algo aprendí en 25 años de vida -que es pila y es re poco-, es que el tiempo es relativo, que el amor más fuerte de los amores puede durar un día o mil y el sentimiento sigue siendo el mismo.
Mi año empezó siendo un final más que un principio, miré los fuegos artificiales de Venecia desde la azotea de mi trabajo con los ojos llenos de lágrimas y haciendo fuerza para no llorar, hasta que no hice más fuerza y lloré y me dejé abrazar y lloré un poco más. Me gustan los cambios, pero no por eso me dan menos miedo.
Callarse es mentir y hoy te mentí a los gritos, y te voy a mentir mañana, y el lunes, y el sábado cuando me sostengas las partes rotas en un último abrazo, y hasta siempre, mi amor.
Este final que ya empezó y ya casi se acaba termina en vos y por vos y conmigo.
Me sostengo como puedo con lo último que me queda del equilibrio que me dio saberme sola tantos años, me sostengo con la poca fuerza que me queda antes de caer rendida en los brazos de mi madre.

Bien sabido es entre quienes me conocen que yo escribo sobre todo lo que me es relevante, y entre lo que me es relevante están mis muertos, que hasta el año pasado no era ninguno y de repente sin aviso fue mi abuelo y aunque era solo uno ocupaba tanto espacio que mi lista de muertos se vio completa y no dejó lugar a ningún otro vivo que osara morir porque el alma no me da para tanto. Pero la irreverente de mi abuela lo extrañó y se murió con aún menos aviso que el otro y sin atenderme el teléfono para decirle al menos abuela no te mueras que yo no puedo con dos muertos y su ausencia, abuela no te mueras que yo necesito darte un abrazo así sea muerta pero abrazo y yo estoy lejos y no puedo abrazarte a la distancia porque a quién le importan las palabras si no puedo apretar tu mano.
Mi abuela se murió y en mi pecho no había espacio para el dolor de no tenerla. Pasé semanas sin pensar en ella o en su muerte ni en su vida ni en sus manos arrugaditas ni en sus flores ni en sus caramelos de miel, qué sentido tiene torturarme con la miseria de no haber estado con ella cuando respiraba con esfuerzo por última vez.
La hincha huevos de mi abuela no podía, NO PODÍA, estar fuera de su casa alrededor de las 7 de la tarde porque qué tal si esos pajaritos que venían diariamente a comer sus pobres migas, decidían no venir más si alguna vez ella no estaba ahí esperándolos, como si no hubiera millones de pajaritos más buscando los restos del desayuno de cualquier otra abuela de cualquier otro balneario. Pero no, el ritual de sus visitas alrededor de las 7 de la tarde no se lo sacaba ninguno. Yo de mi abuela tuve todo lo que una nieta puede querer y más. Sobre todo el honor y la fortuna de haberme sabido infinitamente amada. Que tu dios te tenga donde querías estar cuando decidiste que ya no querías estar ni acá ni conmigo. Angel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.

 

 

Mi primera carta la mandé a los tipo 8 años con ayuda de mi tío. Había encontrado a Ornella en la sección «amigos por correspondencia» de alguna revista tipo El Escolar. Por aquella época yo estaba enamorada de Titán, el de Chiquititas, y recuerdo hablarle mucho sobre él y por qué me gustaba tanto.
Desde aquel momento no paré. En el colegio teníamos un buzón en el que podías dejar cartas para otros alumnos, que una vez por semana se repartían, una idea hermosa. Durante todo el liceo escribí cientos de cartas a mis amigas. Nati todavía las guarda todas y el año pasado nos divertimos horas leyendo mis historias.
Después crecí y empecé a viajar y me mudé lejos y empecé a escribir postales desde cada lugar al que voy. Después también me enamoré locamente de un artista tan apasionado por el papel con estampillas como yo, así que durante 6 años nos mandamos postales regularmente, incluso viviendo juntos. Después me separé, pero las postales no pararon nunca. En el sótano de Hamburgo en donde dejé todas mis cosas tengo una caja enorme entera llena de postales, dibujos, cartas, dolores, llantos y amor, y en el segundo cajón de mi escritorio se están acumulando otras tantas historias y poesías. Para mí cumpleaños 23 Hernán me regaló un blog en donde había escaneado todas las postales con dibujos de acuarelas que nos habíamos mandado hasta el momento. Arte moderno y romanticismo millennial.
Escriban cartas, a sus padres, a sus amigxs, a sus amores y a esx compañerx que no les da bola. Y a mí, ya que estamos, que amo las historias sobre amar.

Ayer me compré mi primer libro en italiano. Al final además fueron dos porque no me podía decidir. En mi lista de resoluciones de año nuevo escribo todos los años «no comprar más libros hasta no haber leído los que todavía no leí de mi biblioteca». Fracaso rotundamente desde que tengo memoria.
En Venecia encontré una heladería que vende helado de dulce de leche. No será la cigale, pero es dulce de leche. Afuera hay unos banquitos rojos en un campo, aunque los venecianos llaman «campo» a todo lo que yo llamaría «placita». A donde fueres has lo que vieres, así que me senté en el banquito del campo con mi helado de dulce de leche a leer un libro en italiano. Sofía se viste siempre de negro. Me ensucié la boca y las manos y la ropa y el libro. Soy una niña otra vez.

Hoy en el trabajo tuve que hacer un curso antincendio. Cuatro horas escuchando todo lo que se puede decir sobre el fuego y cómo no morir quemado. Siempre me costó mucho concentrarme, mi cabeza es mucho más poderosa que mis oídos, así que todo el tiempo me descubro pensando en otras cosas. De todas las cosas que pensé hoy, hubo una que me tuvo distraída por mucho rato: ¿qué salvaría de mi casa si mi casa se prendiera fuego?
Lo primero que quiero llevarme conmigo son todos mis libros ya leídos, porque para mí leer un libro más que leer es escribir, dibujar, rayar y subrayar. Mis libros recién se transforman en mis libros después de que los leo. A los libros los cambio, los tacho, los rompo, los reescribo, me meto en las manos de los artistas, en el alma de los poetas, me transformo yo en poeta y escritora aunque sea por un ratito.

A mi mudanza número 15 no me traje mis libros. Dejé 8 cajas llenas en un sótano de Hamburgo, y tuve que hacer una triste selección de los pocos que entraban en mi valija. Fueron 11, que seleccioné con esmero y dolorcito, y no digo dolor porque dolor es otra cosa. Dolor es leer a Idea cuando tenés el corazón roto, por ejemplo. Dolor es encontrar papelitos viejos entre medio de los libros ya leídos. Dolor es amar poema.
Estoy sentada en mi escritorio escribiendo esto en mi cuaderno, con la ventana al balcón abierta y entra una brisa que me vuela el pelo y el vestido también negro. Me veo la bombacha y pienso en lo lindo que es el verano y las pocas ganas que tengo de estar vestida. Me desvisto.
Me pregunto si hay gente que siente menos, digo, ¿todos sienten tanto como yo? Porque yo siento que siento mucho, demasiado. Sentir tanto cansa, pero peor es no sentir nada. No quiero llevar un diario de dolor. Ojalá esto sea sólo SPM.

 

Un amigo me dijo vos sufrís porque escribís, y una amiga me dijo vos sufrís porque amás poema. Y cómo puede ser que lo que te da vida, te dé muerte, cómo puede ser que necesite de palabras para vivir pero que las mismas palabras me rompan entera. Cómo puede ser que si no escribo me muero pero mientras escribo también un poco me muero.

Hoy hace tres meses que vivo en la ciudad más linda de todo el continente. En tres meses pasaron pila de cosas. Estuve feliz, estuve triste, agradecida y enojada. Lloré y me reí. Pensé que acá quiero estar el resto de mi vida y pensé me quiero ir de acá ya mismo. Soy pasional e impulsiva, tomo decisiones apurada y cambio de opinión mil veces.
En Venecia me desenamoré y me enamoré de nuevo. Al llegar decidí que nunca más iba a necesitar que me cuiden ni un abrazo y al final necesité un abrazo. Me dejé abrazar y me dejé cuidar, otra vez.
Aprendí que dejarme cuidar no significa ser menos independiente.
Aprendí que ser valiente implica muchísima valentía, valga la redundancia.
Aprendí que soy una mujer fuerte.
Aprendí que tengo que aprender a perdonarme.
Y aprendí a decir me gustás mucho en italiano.

Hace un par de años me estaba bañando y sonó mi celular, lo tenía cerquita de la ducha así que lo atendí. Era mi novio que quería saber que quería cenar así pasaba por el super. Pensé 2 segundos y le dije que quería comer tallarines con carbonara. Cortamos y al medio minuto me llamó de nuevo. Le había dicho que me estaba bañando, así que pensé que si llamaba de nuevo debía de ser por algo importante. Entonces me dijo «viste lo que acabás de hacer? estoy muy orgulloso de vos, tomaste una decisión, Ini, sin decir no sé, sin decir ah no decidí vos, sin pensarlo por una hora y sin cambiar de opinión 5 veces». Y yo no le dije nada, pero en realidad a esa altura ya tenía más ganas de comer arroz con pollo.

Hace unos días mi amigo Pablo me dijo varias cosas que pasaré a citar: «ta obviamente vos sabés, y ya has tomado decisiones difíciles así que vas a tomar la decisión correcta», «tenete fe, sos re buena tomando decisiones», «hay que correr riesgos (…), hacé lo que te dicte tu corazón». Esos son los buenos consejos, los que alientan y abrazan.

Hoy tomé vino tinto y lloré mientras hablaba de la muerte y de los muertos. De los que se van, de los que vuelven, de los que los ven, de los que los matan. Hablamos de morir, hablamos de vivir y hablamos de amor, y hablamos sobre lo más duro de vivir que es morir de amor.
Morir vivo, vivir muerto.

 

«Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos» -Carlos Fuentes.

Hace unos días me desperté con una sensación muy rara, con miedo de pensar que esta es la vida que elegí y que capaz que podría haber elegido una mejor pero yo ya elegí esta así que ya está. Me puse a fantasear con universos paralelos, con vivir acá, en Hamburgo y en Montevideo al mismo tiempo, con poder tener al mismo tiempo a todos los amigos que por ahí he dejado.
Ser un «exiliado» no es tan fácil. Y el exilio voluntario, a mí al menos, me llena de culpas. Culpa de haber «abandonado» a mi familia, culpa de no estar en Uruguay militando por todo en lo que creo, culpa de no ver crecer a mi hermano, culpa de no abrazar a mis padres, culpa de dejar morir a mi abuelo.
Cuando me fui de mi casa tenía 17 años. Y en los 7 años que viví en Alemania construí una casa nueva, con una familia que elegí, con amigos que son como hermanos, con esquinas y cordones de veredas que escribieron las partes más relevantes de mi historia. Y otra vez la dejé, y me fui, y acá estoy, construyendo otra casa y otra vida, más amiga de mí misma que nunca, con más miedos que nunca, también, pero con la felicidad de vivir en una ciudad hermosa, un laberinto lleno de escondites en donde escribir más de mi historia. Y con el aprendizaje de que el mundo es enorme, y que con fuerza y valentía puedo elegir a dónde ir el día que ya no me sienta una sola con la ciudad en la que vivo.
Soy un metro cincuenta de miedos machacados con fuerza y valentía, y los días en que me perdono, me siento orgullosa de mí y mi libertad.

A Francesca la conocí la semana pasada en la biblioteca de la Universidad y hoy era su cumpleaños. Nos dijo que fuéramos vestidas con cosas floreadas y no me costó mucho porque casi todo en mi ropero tiene flores. Y mi piel tiene tatuadas un montón. Tengo jazmines, margaritas, lavanda, dientes de león, tulipanes, anémonas, espigas y un cactus con flor.
Alrededor de la comida había hecho una corona de orquídeas y como cada vez que veo hortensias, me acordé de mis abuelos que tienen pila en su casa. Entre flores me siento bien.
Cuando se hizo de noche alguna dijo cantemos una canción, y cantaron O bella ciao, bella ciao, bella ciao ciao ciao, y otra vez me sentí bien.
Venezia mi piace tantissimo.

Tengo una amiga que tiene la teoría de que las ciudades inmediatamente te adoptan o te escupen. Ella vivió en varias así que fue aprendiendo cómo es que se siente eso. Yo me mudé a Venecia hace exactamente 48 horas.
Para explicar cómo es que me doy cuenta de que Venecia me quiere acá tengo que empezar hablando un poco de mí: mi cosa preferida en el mundo es el papel. Los libros, los cuadernos, las agendas, las revistas. Después de haber terminado de cursar mi carrera, me especialicé en Diseño Editorial e Ilustración, por amor.
Recién llegué sin saber muy bien a dónde estaba llegando, a la biblioteca de la universidad de Venecia. Había música y gente tomando cerveza, vino blanco y la bebida veneciana por excelencia: aperol spritz. Primero lo primero, porque prioridades, me compré un spritz para mí. Y después me acerqué a las mesas en donde se aglomeraba la gente. El evento -al que caí sin querer-es la presentación del primer número de una revista de estudiantes que engloba proyectos de distintas carreras como arquitectura y diseño.
Después de 7 años viviendo en Alemania, es un poco raro vivir en un lugar en donde la gente se acerca y te habla. Me había olvidado de mi cuaderno así que pedí prestada una lapicera y agarré un papel y empecé a escribir atrás todo esto que ahora estoy escribiendo acá, y uno que estaba por ahí me preguntó qué escribía. Le conté, charlamos, se llama Bruno, estudió lo mismo que yo, me regaló un pedazo de pizza fría pero rica y creo que ya tengo un amigo.
Venecia me abre los brazos y yo me agarro fuerte.

Con el corazón en la mano me despido de mi casa y mi amor. Me alegra sentir tanto, escarbar entre recuerdos, revolver cajas y cajas de dibujos y amor, leer, recordar, abrazarse. Qué sanador compartirlo con la otra mitad de lo que fui todos estos años, mi compañero de equipo y de tanta vida. Qué viaje intenso fue hasta hoy y qué miedo todo lo que vendrá.
Mudarse de país es como abrir el pecho.
Me siento libre y poderosa aun con todas estas lágrimas saladas.

Un miércoles de invierno llegué a Alemania por primera vez. Mi valija, enorme, que fue la última en salir por la cinta y yo, chiquita, que fui la última en salir de la terminal.
Mi memoria funciona un poco raro, me acuerdo de muchas cosas irrelevantes pero me olvido de muchas otras más importantes.
No me acuerdo qué pensaba de mi futuro cuando decidí irme de Uruguay, no me acuerdo cuál era mi plan, ni si tenía algún plan. Pero me acuerdo de estar subiéndome a un bondi cerca de la plaza Varela alguna noche de setiembre, y hablando por teléfono con mi amiga Pili sobre que se había muerto Romina Yan y ahí le dije, «gorda, me voy a vivir a Alemania, no sé por cuánto tiempo, capaz un año, capaz más, capaz menos”. Fueron casi 7.
No sé por qué hablo en pasado. Todavía no me fui, todavía no me voy.
No soy buena para cerrar etapas ni para las despedidas. Lloro porque acá fui muy feliz, porque es mi casa, porque soy lo que soy porque fui acá, por lo que fueron otros, y porque fui para otros lo que son hoy.

Mi abuelo, además de ser todo lo que ya escribí mil veces, -dulce, bueno y amoroso-, tenía un superpoder: con años de práctica había aprendido a tener sueños lúcidos siempre que quería. Me lo explicó varias veces pero nunca tuve la paciencia necesaria para ser mágica como él.
La cosa es más o menos así, te mirás las manos todas las noches antes de dormir, pensás en alguna cosa, y no dejás qué nada te distraiga, te preguntás varias veces durante el día «¿estoy soñando?», y después de mucha práctica, aprendés.
A mi abuelo lo que le gustaba de los sueños lúcidos era volar. Volaba por Tacuarembó y por el balneario en donde vivió los últimos 15 años.
Hace poco me dijo que no me extrañaba tanto porque de noche elegía soñar que yo estaba allá, «no te enojes, chinita, pero me gusta soñar que todavía sos una niñita y que te gusta jugar conmigo».
La primera vez que yo tuve un sueño lúcido decidí tirarme por una bajada con un carrito de supermercado. Siempre había querido pero me daba miedo. La última vez que tuve uno decidí que quería estar en Uruguay, pero no lo manejo del todo bien así que terminó siendo una velada un poco de mierda en un bar de Bulevar España.
Lo sigo intentando casi todas las noches, porque esto de dejar Hamburgo me está costando pila, así que mi plan es vivir de día en mi nueva casa y de noche siempre acá.

No sé cómo fue que empezó, supongo que por eso de los duendes que te roban siempre una sola media, o porque el lavarropas se las come. La cosa es que siempre tenía una media sola de cada par y al principio andaba feliz, como Pippi Langstrumpf, con una de cada color, pero además de los duendes y del lavarropas estaba mi novio, estaba él robándome medias a mí y yo robándole medias a él y así andábamos los dos con medias robadas. Por esa misma época abrió una tienda en Berlín en donde vendían 10 pares de medias negras de un algodón re lindo a €7, así que empecé a comprar un paquete cada vez que iba, y de a poco fueron desapareciendo de nuestros cajones las medias de colores, y me transformé, sin querer, en la mujer que sólo usaba medias negras, y era también entre nosotros un símbolo de unión, amor, pies calentitos, tus medias, mis medias, nuestras medias.
Entonces un día nos separamos. Me quedé sola, con un número impar de medias negras y los pies fríos en una cama vacía.
La tristeza te hace pensar raro, y yo seguí comprando medias negras por sí algún día volvías. Las medias no dejaban de desaparecer y yo no dejaba de comprar medias negras.
Un día escribí una lista de deseos, eran más o menos así:
1. Estar siempre lo más cerca posible del mar
2. Aprender a usar una máquina de coser
3. Ir con mi hermano al Caribe
4. Que mi hermano juegue en Nacional antes de que se muera mi abuelo
5. Que no se muera mi abuelo
6. Escribir un libro
7. Volver a actuar adelante de gente
8. Tatuar a mis amigos
9. Tener medias de colores
Tener medias de colores. Recién al momento de releer mi lista me di cuenta de lo boludo de ese deseo. De lo fácil que era llevarlo a cabo. Pero ahí fue cuando me di cuenta bien de qué se trataba. Volver a tener medias de colores era aceptar que mis medias ahora eran sólo mías, que ya no estaba él para robarme ni una, ni dos, ni ninguna.
A partir de ahí no dejé de ver medias lindas, las veía en todos lados, las quería comprar todas, pero no podía, quería, pero no podía, comprar medias de colores era soltar, dejar ir, aceptar que amarse intensamente a veces no es suficiente. Se me rompía el corazón en cada vidriera, cada foto, cada amiga con medias con dibujitos.
Pasaron muchos meses, y yo aun con un poco de dolor, sabía que todavía no era el momento, que cuando fuera el momento me iba a dar cuenta, que lo iba a sentir como siento todo.
Y así, hace un mes, caminando por una feria en Tokyo le dije a Pau, «me gustaría encontrar unas medias de maneki-neko», y ahí mismo las vi, las compré y supe que la vida sigue y que a pesar de todo, siempre tengo los pies calentitos.
 

Hoy siento el corazón en carne viva. Como si me lo hubieran sacado, como si sangrara, como cáscaras arrancadas a abrazos apretados y besos en la frente. Ojos verdes llenos de amor, lágrimas llenas de dudas y silencios que gritan. Amar es estar vivos pero muertos pero vivos.
Mañana se me pasa, pero hoy me olvido de todo lo que ya sé para abrazarnos fuerte un rato.

Varios años de mi infancia viví en la casa de mis abuelos. Mis padres recién se habían divorciado y los días que me tocaba estar con papá, en realidad los pasaba con ellos, que vivían al lado y me hacían todos los gustos. Mi abuelo sólo había tenido hijos varones así que conmigo aprendió un montón de cosas. Un día de setiembre entramos a escuchar el parte médico del doctor que lo atendía en cti y me dijo, ¿vos sos la nieta mayor? Le dije a tu abuelo que voy a tener una nieta y me dijo «ahora vas a saber lo que es el amor». Yo eso ya lo sabía porque a mi abuelo le gustaban los discursos y cuando cumplió 70 quiso hablarnos a todos uno por uno. Empezó agradeciéndole a sus padres muertos por todo lo que habían sido y todo lo que habían hecho. Después le habló a cada uno de sus hermanos, agradeció algunas cosas, pidió disculpas por otras. Después le habló a mi abuela, a mi padre y a mis tíos y después me miró y dijo «y el amor de mi vida, la persona con la que conocí el amor, mi nieta mayor». Yo lloré porque antes de ese día había pasado dos años sin verlo, y sentí culpa y miedo de no tenerlo más. Todos los días después de lavarme el pelo yo me sentaba en el posabrazos del mismo sillón beige en donde ese día nos agarramos de la mano, y él me lo secaba con cepillo y secador mientras mirábamos algo en la tele bien alta o jugábamos a alguno de los juegos que él inventaba.
Todavía me acuerdo de la primera vez que me dio vergüenza que me llevara a la escuela de la mano, yo debía de tener 9 ó 10 años y pensé que ya estaba grande para llegar de la mano de mi abuelo, así que se la solté. Si hoy te tuviera acá, abuelo, dejaría que me lleves de tu mano a todos lados. Te extraño a cada rato.

Ya llegué, llegué bien, era de noche pero ya era de día, amaneció temprano en Montevideo, no sé, eran las 6 cuando abrí los ojos y me quise venir a dormir a la que estos días está siendo mi casa. Era de día y es verano y el cielo estaba celeste y estaba a pocas cuadras así que caminé. Toda la Ciudad Vieja, Cerrito, Colón, 25 de Mayo, la peatonal Sarandí, la puerta de la Ciudadela, Artigas, el palacio Salvo, 18 de julio, Andes, San José, Convención. Llegué bien. Caminé mejor. Estaba casi sola y en cada esquina veía el Río de la Plata. Pensé que tres días no es nada y que un año es pila. Pensé en las primeras veces y en que quisiera nunca tener sueño.

2016

El 2016 fue un año rarísimo para mí, ya la primera semana cambió mi vida entera cuando me separé de mi ahora exnovio, siempre amigo. Después de 5 años de dormir de a dos, me enfrentaba a la insoportable realidad de una cama gigante. Las primeras dos semanas no podía dormir, ni comer, ni salir de mi casa porque todo me era inmenso y triste. Mi compañera de clase, Annika, con la que nunca había tenido relación fuera de facultad también se acababa de separar y se volvía a vivir con sus padres, así que le dije que en mi casa había lugar para otro corazón roto y se vino a vivir conmigo. El plan original eran dos semanas y al final fueron tres meses. A cambiarme la vida y hacer todo más fácil y lindo aparecieron también dos uruguayos en Hamburgo que necesitaban un lugar donde quedarse por unos días y esos días se transformaron en unos meses. Pipe y Gus, dos desconocidos, ahora y para siempre amigos, que se encargaron de todo lo que yo necesitaba en ese momento: alguien que cambiara las lamparillas porque yo no llego, alguien que abriera el vino, alguien que siempre quisiera tomar vino, alguien que armara un porro cada tanto para pasarnos horas hablando sobre la vida, la muerte, la relatividad del tiempo, el amor, el desamor y la comida. Para ese momento ya éramos cuatro personas viviendo en mi cuarto, mi cama es grande, así que dormíamos casi siempre de a tres en la cama y alguien dormía en un colchón en el piso. Como mi casa es chica pero el corazón es grande, nunca dejé de alojar gente de Couchsurfing o uruguayos que paseaban por acá, así que algunos días éramos los cuatro residentes oficiales, más algún viajero que pasaba. Por mediados de marzo me visitó una de mis mejores amigas, y más adelante mi madre. Viajé con todos ellos y viajé sola. Viajé más que ningún otro año, y en mi casa siempre había alguien regando mis plantas. Me acostumbré tanto a la compañía, a tener la comida pronta y la cama tendida al llegar de trabajar, que nunca supe cómo era vivir sola. En julio me fui a Uruguay por tres meses, y en medio de ese viaje me fui a México casi un mes, me acosté en la arena todos los días y pensé que en ningún lado soy más feliz que en donde hay mar. Tres días antes de volverme a Alemania se murió el hombre que más me cuidó en mi vida que fue mi abuelo. Yo no sabía que se iba a morir, y lo último que le dije fue «nos vemos en diciembre», y él me dijo «si llego, chinita» y yo le dije «no te hagas el vivo», y me reí y le dije «hacete el vivo, sí», y lo miré y él se rió y yo me reí. Tenía miedo de la soledad de mi casa, que nunca había estado sola, y las piezas medio que se acomodaron para que mi prima pudiera venir a vivir conmigo unos meses, ella andaba paseando por Europa y en lugar de volverse a Uruguay al final de su viaje, se vino para Hamburgo. Llegó incluso antes que yo y cuando llegué ya me estaba esperando con comida. Otra vez tenía a alguien siempre que llegaba a casa, miramos series y películas como nunca en mi vida, charlamos y tomamos vino y fumamos shisha todas las noches y nunca me sentí sola. Después de convivir casi tres meses con ella me volví a ir a Uruguay a terminar el año allá. Me quedé algunos días con mis padres en Tacuarembó, otros días con mis amigas en Montevideo, y empecé el año pensando en que por primera vez en 24 años no lo empezaba abrazada a mi abuelo. El 12 de enero volví a Hamburgo y por primera vez mi cuarto es sólo mío y nadie me tira del acolchado. La cosa es que pasó una semana desde que llegué y me estoy dando cuenta de que la soledad no es fea, y de que la vida se acomoda siempre a lo que necesito, aunque a veces se complica, siempre se acomoda. Me toca estar sola ahora que no sólo estoy preparada para estar sola, sino que me hace bien, lo necesito y me alegra. Este también es un año de cambios. El 1 de julio me despido de la ciudad que me alojó los últimos 7 años, mi casa. Esta reflexión es una reflexión y también una invitación, vengan, acá hay magia, hay amor, calor, frío, nieve, arte y salchichas. Ya saben, en mi casa, lugar sobra.

Nos conocimos en realidad en la pista de baile de un boliche veraniego pero en pleno invierno. Veraniego porque es más grande el patio que la pista, pero afuera hacía frío así que estábamos todos adentro, apretados como nunca. Ahí por primera vez en mi vida, me estaba besando con un tipo equis en una fiesta. No era tan equis porque era compañero de clase de mi amiga la que vive conmigo y ya nos habíamos visto una vez en su cumpleaños, pero para mis estándares era un total desconocido. En algún momento salí afuera un ratito a llamar a mi hermano que cumplía años y en Uruguay eran las 12. Después de eso volví a entrar y el tipo se estaba besando con otra. Cuando me di cuenta ya estaba demasiado cerca, parada al lado de ellos, mirándolos sin entender mucho, sin saber cómo reaccionar para mantener mi dignidad lo más a salvo posible. Antes de descubrir mi atajo a la dignidad intacta que hubiera sido el no ser vista viéndolos, ella se despegó de ese beso que antes había sido mío y me miró. Yo sonreí como me salió, mirándolo a él, creo, y cuando me iba a dar vuelta para irme, ella me agarró del brazo y me preguntó al oído, demasiado fuerte, gritando para ganarle a la música, si el tipo era mi amigo, yo dije que sí porque era más digno que la verdad, y ella me dijo algo como wow es hermoso, y yo me encogí de hombros. Acompañame al baño, me dijo, y yo me di vuelta y caminé rápido escabulléndome entre gente más alta y más borracha que yo, intentando perderla sin que se dé cuenta. No la perdí, y me agarró fuerte la mano y así llegamos al baño. Había una fila larga y yo no sabía qué decir. Ella sonreía y se agarraba la cara y me decía una y otra vez wow qué tipo hermoso. Entonces pensé, scheiß drauf, que significa algo como «ya era», y le dije, no es mi amigo, hoy es la primera vez que hablamos y hasta hace dos minutos estábamos chuponeando. Ella me abrazó y me preguntó si estaba enamorada. Me reí y nos reímos juntas. Me dijo que si yo quería ella no volvía a donde estaba él, y yo le dije que me daba igual, que no se preocupara. Ella me pedía perdón y me abrazaba, y nos reíamos juntas, y yo le dije que en realidad no había nada por lo que disculparse, y que lo que creía haber sentido al verlos era vergüenza pero que en realidad no sentía nada, y que sólo pensaba que qué gracioso y lindo estar con ella en el baño abrazándonos. Me dijo que sólo estaba en Hamburgo por dos días, pero que si me parecía bien, iba a ir a almorzar a mi casa al día siguiente. A mí me pareció bien. Me pidió mi celular, no mi número, sino el aparato y se llamó a sí misma. Agarró su celular y me agendó como “Ini <3″. Al otro día me mandó un mensaje y yo lo vi recién el lunes, así que al final nunca más nos vimos, pero a Roxane y a todas las mujeres amorosas y anónimas de mi vida les mando este abrazo.

Hace una semana llegué a lo de mis abuelos sin avisar. Los dos se asomaron a ver qué era el auto que había llegado. Y era yo, y los vi, cada uno en su ventana y pensé que qué imagen tan linda y saqué esta foto. Mi abuelo puso la primera casa de revelado en Tacuarembó en andá a saber qué año. Todavía era sólo en blanco y negro así que él revelaba y mi abuela pintaba las fotos con colores. Ayer me acordé de que hace más o menos un mes invité a mi abuelo a dar una vuelta en auto por el lago nuevo del balneario. En algún momento, allá arriba, por el Parque Oribe, desde donde se ve todo lo el lago yo paré el auto y saqué una foto del paisaje y después le saqué una foto a mi abuelo. Le pedí que pose, que hiciera como si tomara un mate. «Estoy viejo, chinita» y yo le dije estás divino, abuelo. Me dijo vos estás preciosa y me sacó una foto él. Me dijo que no sabía si había enfocado bien porque no veía mucho. El rollo todavía está adentro de la cámara y nunca tuve un miedo tan grande de que una foto no haya salido.
Mi abuelo no va a estar más en su ventana. Pero está en todo lados.
No puedo dejar de hablar de vos, abuelo, como cuando estás recién enamorada. Una historia atrás de otra, estoy llena de historias, llena. Te amo siempre y voy a contarle a todo el mundo lo que fuiste. Abuelo bueno, dulce, tierno. Te amo siempre y qué felicidad haberte dado el último abrazo. Capaz vos no te diste cuenta, ya estabas en otro lado, pero yo no me olvido nunca más. No estoy triste, abuelo, vos tranquilo.

Las calles oscuras, llenas, vacías, sucias, la basura acumulada, los bondis que no pasan, los amigos que llegan tarde a todos lados, los que quiero, todos, los de siempre, la comida que me gusta, el cordón de la vereda, las palabras que conozco, revelar fotos en lo de Ricardo y enamorarme para siempre por unos días.
Mi casa siempre está ahí.

Mi tía Marcela había hecho un curso de repostería y hacía las tortas más lindas del mundo. Con esa masa de colores hacía muñequitos de lo que fuera, y yo todos los años esperaba ansiosa mi cumpleaños para tener la torta más linda de todas, mediante la cual siempre expresaba mi pasión del momento. Siempre eran las más lindas, pero como tiré a la basura todas las fotos de mi adolescencia, todas, ya no me acuerdo de ninguna, excepto de la única torta que no me gustó. Yo le había pedido que me hiciera algo relacionado a la música, pero como andaba medio ocupada me hizo otra cosa. Eran unos macaquitos redondos con forma de pompones de lana con ojos, que sentados alrededor de una mesa miraban una torta igual a la mía pero más chiquita, es decir la misma escena una y otra vez.
No tenía nada que ver conmigo y no decía nada de lo que yo sentía. Para ese momento yo ya había decidido que mi tía Marcela ya no era mi tía preferida y hubiera querido saltarme la parte de la torta, de la que solía estar orgullosa, mi torta que esta vez no era mía, pero igual me encontré aplaudiendo como idiota mientras me cantaban el que nos cumplas feliz.
La fiesta había sido hasta ese momento bastante mediocre, así que con el miedo que me persiguió toda la vida, de que dijeran que mi fiesta había sido aburrida, me di cuenta de que tenía que hacer algo.
Mi hermano tenía 8 y unos días antes me había contado que le había pagado $25 a nuestra vecina para que ella le diera su primer beso. Lucía tenía mi edad, era linda y le decíamos «la Lufre», «Lu» por Lucía, y «fre» por fresca, que en Tacuarembó significa trola, y que a los 13 significa que le había dado piquitos y la mano en el cine a varios de la clase.
La Lufre le había cobrado $25 a mi hermano por un beso. La Lufre se había prostituído. La Lufre era prostituta.
Con mi conjunto todo celeste, pantalón y buzo deportivos, que había cambiado de sólo para llevarle la contra a mi madre que me lo había comprado en rosado, me fui al edificio de al lado, escoltada por alguno de mis amigos los idiotas, le toqué timbre y le dije que bajara. Antes de que llegue a la puerta le dije «me chupan un huevo los $25, sólo quiero decirte que sos una puta, una prostituta», y me di vuelta y me fui, y super que estaba descargando mi bronca en la persona equivocada.