Como en cada viaje, leo un libro atrás de otro, sin pausas. Tan es así que los límites entre una historia y otra se me difuminan. Me pasa siempre que leo más de un libro de un mismo autor, incluso me pasa cuando leo autores distintos que se me hacen similares. Por eso necesito una pausa después de este último. Necesito sentarme y escribir y no olvidarme ni de Sumire ni de Myû ni de K ni del amor verdadero.
La línea más clara que marca mi vida desde mi infancia y hasta el día de hoy son las palabras. Las mías y las de otros.
Sentada en una mesita de madera pienso y escribo. Cruzando la carretera está el mar caribe celeste en la orilla y más azul a medida que se acerca al horizonte. Sumire es una mujer joven que sueña con ser escritora. Escribe de desayuno, de almuerzo y de cena. Tanto escribe que a veces se olvida de comer. Yo cuando escribo me olvido de comer y del mundo. Cuando escribo me duele la mano y las palabras se forman en mí a una velocidad que mis dedos no alcanzan. Escribir y enamorarme es lo que mejor me sale. Escribir y amar. Amar y escribir.

La primera vez que viajé en avión tenía 8 años. Mi tía abuela, soltera, sin hijos, me había dicho que tenía un regalo para mí que tenía que ver con el mundo. Yo pensé que era un puzzle de un mapa, pero era un viaje a Chile. Fuimos a Santiago y de ahí a un crucero por  Puerto Montt, Puerto Varas, Frutillar y algo más por ahí. Ahí tuvo lugar mi primer acto heroico cuando le salvé los dedos a una gringa. Durante años mi familia contó con orgullo como yo con 8 años le grité al capitán chileno «¡sus dedos, sus dedos!» mientras la gringa gritaba «¡my fingers, my fingers!», para avisarle que había atrapado los dedos de la mujer entre la lancha y un iceberg. Sus dedos efectivamente quedaron colgando hasta que los cocieron y todos los adultos del crucero me hacían sentir como si le hubiera salvado la vida. Podría decir que esa es mi primera historia de viajes, y que después de eso, pasé 10 años sin volar, pero nunca dejé de soñar con ese puzzle de mapa y con viajar por el mundo, quería hacer viajes largos, intecambios , vivir un tiempo en otro lugar. A los 18, ya habiendo aceptado que en casa no había plata para pagar ni un viaje ni un intercambio , decidí encontrar la manera de viajar sin plata y la encontré. Me fui con casi nada en los bolsillos y con una valija llena de libros en español por las dudas. Al final cumplí los sueños de aquella Ini que andaba fascinada entre icebergs del Pacífico y ahora sigo pensando en los sueños de esta Ini escribe acostada escuchando golpear las olas del Caribe. 

Nos despertamos a las 5 de la mañana para tomar el bus que nos lleva al mar más lindo del planeta. Ya perdí la cuenta de las veces que miré mis pies a través del agua transparente del caribe. Nunca me maravillé menos que la primera vez ante la magia de la arena finita y los peces de colores. Esta vez recorro rutas que ya recorrí. Espero la hora de partida sentada en las mismas sillas en las que me senté tres años atrás yendo a un rincón desconocido de esta isla. Estar en el mismo lugar en otro momento de mi línea del tiempo me hace reflexionar, ¿fui yo quien ya estuvo acá? 

Conectar conmigo es más fácil a través de otras. Me conozco a través de la voz de otras que saben ser, y que hablan, lloran, ríen y sangran como hablo, lloro, río y sangro yo. Me entiendo través de sus historias, las abrazo y en ese abrazo me abrazo y me perdono, perdono las veces que me culpo y las veces que me miento. Me transformo en espectadora de otras vidas para ser protagonista de la mía. Absorbo de otras historias para así algún día poder erguirme, sacar pecho y contar la mía, sin miedos, sin pudor. En las otras me veo, me entiendo, me vuelvo más mujer y menos débil. Mujer es fuerza, mujer es vida y a veces también es muerte. En las lágrimas de otra depuro mis dolores y me siento menos sols en la búsqueda del ser. Aprendo a aceptar si a veces no soy nada porque quizás eso me transforme en todo. Desaprendo la necesidad de nombrarme, me rompo con los golpes de las mujeres que se rompieron antes y renazco de las cenizas del fuego colectivo. Nazco y muero, río y lloro, desaparezco, me desarmo y soy. Vuelvo a ser cada vez que me leo en voz alta. Soy ojos que miran y admiran, soy oídos que escuchan y brazos que abrazan. Aprendo, acepto y regalo. Las palabras ya no son mías cuando son de otras. Vuelvo a ser cada vez que me leen en voz baja. 

Una vez me enamoré de un compañero de trabajo. Me enamoré y no sabía cómo o siquiera si decírselo. A veces me cuestionaba si realmente estaría enamorada, pero yo de amor conocía sólo uno y este era muy parecido. Primero me hice la que no pasaba nada, intentaba ser su amiga y que no se diera cuenta de cómo lo miraba cuando él sonreía y de cómo rozaba sus dedos haciendo como si fuera sin querer cada vez que le preparaba un café cómo le gustaban a él: negro, fuerte, sin azúcar. A veces, también, me dejaba preparar un capuccino con mucha espuma y en el agradecimiento le mentía que era el mejor capuccino del mundo, y no era, pero era, porque me lo hacía él, y me lo daba con sus dedos largos, y yo rozaba su piel haciendo como si fuera sin querer. No quería quererlo pero más rápido que lento lo quise mucho. De repente un día, cenando a las 12 de la noche una tarta de zucchini me di cuenta de que capaz que él también me quería. Leímos un libro y en ese libro nos encontré en frases como «¿Qué? ¿Voy a intivarlo a salir y contarle que estuve algo así como enamorada de él?». Y sí, lo había invitado a mi casa, pero no, nunca pude decirle lo que sentía. Nos besamos, nos abrazamos, nos supimos dueños de algo que no sabíamos bien qué era, hablamos por horas abrazados en camas y sillones, hablamos por horas al teléfono como si no fuera suficiente con vernos de lunes a lunes, pero seguí mintiéndole en cada beso y en cada abrazo y en cada lágrima que sequé antes de que la viera caer. Una vez tuvimos un curso de trabajo, y como siempre, nos sentamos al lado, y de vez en cuando, cuando él se daba cuenta de que alguna palabra que usaban yo quizás no la conociera, se acercaba a mi oído y me traducía, y yo lo miraba sacar apuntes de todo lo que escuchaba, y a veces, cuando estaba aburrida, estiraba mi mano y le hacía dibujitos en los bordes de sus hojas. A mí me cuesta mucho concentrarme, mi mente siempre está en otro lado, me aburro y pienso y sueño despierta todo el tiempo. Ese día arranqué un pedacito de mi hoja y escribí eso de la foto. For your information, así, como si fuera un asunto de trabajo, un «te copio este mail que tiene información que te interesa». Y lo doblé, y lo guardé en la parte de atrás de mi celular, entre el aparato y la funda, en el mismo lugar donde ahora guardo la boletera. Y nunca lo saqué, ni nunca se lo di, ni nunca lo volví a abrir. Al final el amor es complicado y nos separamos antes de juntarnos, y no le dije lo que sentía hasta el último abrazo en el aeropuerto, cuando ya había decidido que mi próxima casa estaba a 12 mil kilómetros de la suya. Otra vez escondí mis lágrimas y otra vez lo saludé de lejos mientras me rompía por dentro. Ya sé que dije muchas veces que esta es la última vez que le escribo, pero esta, seguramente, tampoco sea la última vez que le escriba.