Estoy en una esquina del Raval intentando entender un mapa que me robé de una cafetería en la que no compré nada. Nunca aprendí dónde queda el norte y partiendo de ahí ya es muy difícil llegar a cualquier lado. Generalmente camino sin rumbo hasta encontrar un portal que me devuelva a la dimensión conocida, que normalmente se traduce en cualquier parada de subte de la misma línea de cualquiera sea el aposento que me esté alojando. Cuando ya casi estoy por darme por vencida se me acerca una gitana no mucho más alta que mi metro cincuenta. Con una mano sacude una latita y con la otra carga unas rosas tan marchitas que dan pena. Me mira, yo la miro, sonrío pero ella no sonríe, ni habla, ni nada. Solo sacude la lata que suena a que adentro tiene no más de tres monedas. Atino a alejarme pero ella da otro paso hacia mí, y entonces pienso que es muda, y pienso si tendré alguna moneda que la aleje de mí. Doblo el mapa, lo sostengo bajo mi axila, entre mi teta izquierda y mi axila, y reviso todos los recovecos de mi mochila, y entonces recuerdo que en el bolsillo de mi saco negro guardé el cambio de un paquete de chicles, meto los dedos por el agujero del bolsillo roto, y haciendo malabares con mi índice y mi dedo medio logro sacar una moneda de 50 centavos que tiro lo más suavemente posible a su lata, y entonces ella dice «mai s’arriba a cap lloc», yo sonrió, la ignoro, desdoblo mi mapa y ella repite «mai s’arriba a cap lloc». Ya me está molestando así que empiezo a caminar para alejarme de ella, pero ella insiste y camina lento y rengueando detrás de mí, gritando lo mismo cada vez más fuerte. Camino más rápido y agradezco que las calles del Raval sean como gigantes laberintos, lo cual es muy gracioso porque es de lo mismo que me quejaba minutos antes cuando no entendía el mapa. A lo lejos sigo escuchando «mai s’arriba a cap lloc» y me desesperan sus gritos y su eco y el eco que hacen esas 5 palabras en mi cabeza. Por última vez miro mi mapa, resoplo, acepto la derrota y lo tiro en una papelera de la que desbordan una cajita feliz y unas papas fritas bañadas en ketchup, y sigo caminando otra vez sin rumbo, porque total, tiene razón la gitana: nunca se llega a ningún lado

en tu última carta me dijiste que esa era tu última carta, y yo, que de semántica entiendo poco, decidí entender que lo que querías decir es que esa era tu última carta, porque después de eso todavía no había habido otra, así que siempre la última carta, es la última carta, pero que nunca la última de tus cartas va a ser la última de tus cartas. 
si vamos al orden de las cosas, ahora me toca escribirte a mí, y me toca escribirte a mí porque la última en escribir una última carta fuiste vos, así que acá te escribo. 
en tu última no-última carta me dijiste que no querías saber nada de lo que me pasó en el tiempo en que no hablamos, y yo que de semántica entiendo poco, decidí entender que entonces querés saber cosas de mi futuro. 
igual de mi futuro sé poca cosa, como todos, te puedo decir que mañana voy a almorzar ensalada porque en mi heladera solo hay tomate y repollo, te puedo contar que mañana voy a llorar porque a las 7 de la tarde voy a estar leyendo algún poema en voz alta, te puedo contar que me mudo de nuevo y que este año por primera vez voy a festejar mi cumpleños. 
te puedo pedir perdón, también, por la vez que lloré encerrada en el baño mientras afuera me esperaban todos los amigos a los que invitaste a mi fiesta sorpresa. te puedo pedir perdón por haber arrancado las guirnaldas y los globos sin decirte ni gracias por el amor y el esfuerzo. te puedo pedir perdón por cada vez que te dije que tu comida estaba fea y por cada vez que me enojé porque te olvidaste de tu llave. 
además te puedo decir gracias, por las mil veces que le diste de comer a mis gatos, por haberme abrazado y haber llorado conmigo el jueves que me morí. por haberme sacado viva de esa muerte. 
te puedo abrazar para siempre por haber sido mi casa todos esos años, por haber sido juntas y rotas.
a mí, ya sabés, no me gustan las despedidas.
pd. esta es mi última carta.

Cuento los días sentada en el sillón, leo un libro entero sin prestarle atención, Netflix me pregunta «¿Todavía sigues ahí?», y yo sigo ahí, un episodio atrás del otro. Es la calma que antecede a la tormenta. Mi cuarto todavía entero antes de que lo empiece a romper de a poco. Libros en una caja, el florero con el que me mudo desde hace 7 casas, las plantas que me traje de la casa que rompí en Hamburgo como si cuidar las plantas enmendara mis errores. Regalo mi ropa, tiro los dibujos que ya no quiero, abro y cierro los cajones aceptando que otra vez voy a tener que dejar cosas. Miro el reloj, cuento los días, me desvelo, leo otro libro pensando en otra cosa, otro episodio, llueve. Manejo 400 kilómetros, duermo en la casa de mis padres y aunque desde hace 10 años nunca pasé ahí más de 3 noches seguidas otra vez respiro aire a despedida. Duermo en sábanas con olor a suavizante. Duermo con el gato de esta casa que no es mío ni me conoce ni me quiere ni me pide que lo acaricie antes de dormir. Acá cerca están todos mis amigos y aunque tengo ganas de quedarme leyendo me visto y voy a comer las últimas pizzas y hablar a los gritos por última vez hasta quién sabe cuándo. Cuándo es que te vas preguntan mis amigos y prometen visitarme. Quiero que el tiempo pase rápido y lento, qué contradicción, quiero estar cerca de otro mar pero abajo de este cielo. Mi cuerpo partido hace tanto tiempo en dos, en tres, ¿en cuatro? ¿Cuántas veces es capaz de dividirse una persona?