La casa de Itzuaingó la heredó mi abuela Choli. Ituzaingó 195, que aunque no fue mi primera casa, es la primera casa que recuerdo.
La puerta estaba precedida por dos escalones de mármol y era marrón y de una madera gruesa. De chica me maravillaba que la puerta se cerrara sola sin necesidad de pasar llave.
Cuando entrabas estaba el living con unos sillones marrones que tuvimos por muchísimos años. En el centro de la habitación una mesa redonda, y una de las paredes era una puerta corrediza enorme de madera que separaba el living del garage.
La escalera hacia el piso de arriba era verde y al subir había un espejo frente al que me gustaba mucho bailar.
El pasamanos de la escalera era de madera y en el primer escalón no era sólo un pasamanos sino que tenía una tapa que al sacarla descubría lo que siempre sentí como mi escondite, mi lugar secreto. Nunca le dije a nadie de mi familia que ese hueco existía porque me gustaba pensarlo como un recoveco sólo mío. Hoy pienso en esa niña ingenua y me río: todos sabían que ahí era donde yo escondía las golosinas que papá me compraba en lo que yo creía que era secreto.
Arriba había tres cuartos. Uno era el mío, en él había dos camas pero yo dormía siempre sola. En la pared colgaba un cuadro de tela que leía un poema que hoy no me gusta:
«Al perderte yo a ti,
tú y yo hemos perdido,
yo porque tu eras lo que yo más amaba
y tú porque yo era el que te amaba más,
pero de nosotros dos,
tu pierdes más que yo,
porque yo podré amar otra vez como te amaba a ti
pero a ti no te amarán
como te amaba yo»
Al lado de mi cuarto era el cuarto del abuelo. Todas las noches yo me acostaba en su cama y él me dejaba mirar dibujitos. Cuando me quedaba dormida, el abuelo me llevaba a mi cuarto para el otro día despertarme tempranito, cepillarme los dientes y llevarme a la escuela. En el cuarto de en frente dormía mi abuela.
Alguna vez les pregunté por qué dormían en cuartos separados, es que yo sabía que los padres de mis amigas dormían juntos en esas camas grandes que usaban los adultos. Me dijeron que era porque el abuelo miraba tele hasta tarde y a ella le molestaba. Pensé que qué raro, porque la abuela se dormía todas las noches con la tele prendida.
Años después, sentada en la hamaca verde del patio, la abuela pronunció las palabras que más me dolieron en la vida: «yo en realidad estuve toda mi vida enamorada de otro hombre». No sé cuántos años pasaron, pero hasta hoy se me rompe el corazón de pensar en ese día, en ella y en su vida. Ese hombre se llamaba Elías Henaide, y ella tenía su nombre anotado en su calendario de cumpleaños de atrás de la puerta. 3 de diciembre de 1930 y algo. Durante toda mi infancia post-episodio sufría todo diciembre, no veía la hora de dar inicio a un nuevo año, que significaba que la abuela daría vuelta la página de su calendario, y Elías Henaide desaparecería otra vez por 11 meses, para siempre otra vez volver, diciembre tras diciembre, año tras año.
A mi abuela le coartaron la posibilidad del amor verdadero, y ese fue un dolor que la acompañó hasta el día de su muerte.
Yo no estuve cuando mi abuela se murió. Estaba sentada en un puente de Venecia cuando leí sse mensaje que decía «ya está».
Eso fue su muerte, ya está, como un trámite, como un final esperado.
Lloré y Jaco me abrazó y me dijo lo que decimos todos cuando un abuelo se muere: «era lo mejor, ya estaba grande». Pero yo no lloraba por su muerte, yo lloraba por su vida.