Un miércoles de invierno llegué a Alemania por primera vez. Mi valija, enorme, que fue la última en salir por la cinta y yo, chiquita, que fui la última en salir de la terminal.
Mi memoria funciona un poco raro, me acuerdo de muchas cosas irrelevantes pero me olvido de muchas otras más importantes.
No me acuerdo qué pensaba de mi futuro cuando decidí irme de Uruguay, no me acuerdo cuál era mi plan, ni si tenía algún plan. Pero me acuerdo de estar subiéndome a un bondi cerca de la plaza Varela alguna noche de setiembre, y hablando por teléfono con mi amiga Pili sobre que se había muerto Romina Yan y ahí le dije, «gorda, me voy a vivir a Alemania, no sé por cuánto tiempo, capaz un año, capaz más, capaz menos”. Fueron casi 7.
No sé por qué hablo en pasado. Todavía no me fui, todavía no me voy.
No soy buena para cerrar etapas ni para las despedidas. Lloro porque acá fui muy feliz, porque es mi casa, porque soy lo que soy porque fui acá, por lo que fueron otros, y porque fui para otros lo que son hoy.

Mi abuelo, además de ser todo lo que ya escribí mil veces, -dulce, bueno y amoroso-, tenía un superpoder: con años de práctica había aprendido a tener sueños lúcidos siempre que quería. Me lo explicó varias veces pero nunca tuve la paciencia necesaria para ser mágica como él.
La cosa es más o menos así, te mirás las manos todas las noches antes de dormir, pensás en alguna cosa, y no dejás qué nada te distraiga, te preguntás varias veces durante el día «¿estoy soñando?», y después de mucha práctica, aprendés.
A mi abuelo lo que le gustaba de los sueños lúcidos era volar. Volaba por Tacuarembó y por el balneario en donde vivió los últimos 15 años.
Hace poco me dijo que no me extrañaba tanto porque de noche elegía soñar que yo estaba allá, «no te enojes, chinita, pero me gusta soñar que todavía sos una niñita y que te gusta jugar conmigo».
La primera vez que yo tuve un sueño lúcido decidí tirarme por una bajada con un carrito de supermercado. Siempre había querido pero me daba miedo. La última vez que tuve uno decidí que quería estar en Uruguay, pero no lo manejo del todo bien así que terminó siendo una velada un poco de mierda en un bar de Bulevar España.
Lo sigo intentando casi todas las noches, porque esto de dejar Hamburgo me está costando pila, así que mi plan es vivir de día en mi nueva casa y de noche siempre acá.

Los millennials tenemos formas de comunicarnos que ni mi abuela la que usa un iPad entendería, pero lo voy a intentar: 

hay una cosa que se llama Airdrop que es para mandar cosas de un dispositivo a otro, y lo único que necesitás es estar conectado al mismo wifi. Si tenés Airdrop activado, tu nombre le aparece a cualquier persona que esté conectado a la misma red que vos. 

Hace un rato me llegó la solicitud para aceptar un archivo, proveniente de un dispositivo cuyo dueño dio a llamar «iPhone white». Me pareció gracioso que alguien que no sé quién es pero que está sentado en algún lugar cerca de mí me mandara algo, así que acepté. Antes de que llegara el archivo que me estaba mandando, empecé a mirar a mi alrededor a ver si lograba identificar a mi interlocutor misterioso. No era tarea sencilla, pero en mi mente decidí que era un pibe lindo que estaba sentado tres mesas más allá, lo miré rato, lo vi con su celular en la mano, lo vi escribiendo, lo vi reírse mientras abría una botella de coca. 

El archivo era una foto de una escena de una película de Dolan que se llama «Los amores imaginarios».

Decidí seguir la conversación con otra imagen de una escena de otra película que me gusta. Y él me respondió con otra más, y después yo con otra, y así sucesivamente. 

No sé quién es, y tampoco quiero saber. 

Después de un rato largo me despedí con una imagen de fondo blanco en la que le escribí que fue muy divertido jugar con él/ella, y él/ella me respondió a eso con un gif meme. 

What a time to be alive!