Estoy en una esquina del Raval intentando entender un mapa que me robé de una cafetería en la que no compré nada. Nunca aprendí dónde queda el norte y partiendo de ahí ya es muy difícil llegar a cualquier lado. Generalmente camino sin rumbo hasta encontrar un portal que me devuelva a la dimensión conocida, que normalmente se traduce en cualquier parada de subte de la misma línea de cualquiera sea el aposento que me esté alojando. Cuando ya casi estoy por darme por vencida se me acerca una gitana no mucho más alta que mi metro cincuenta. Con una mano sacude una latita y con la otra carga unas rosas tan marchitas que dan pena. Me mira, yo la miro, sonrío pero ella no sonríe, ni habla, ni nada. Solo sacude la lata que suena a que adentro tiene no más de tres monedas. Atino a alejarme pero ella da otro paso hacia mí, y entonces pienso que es muda, y pienso si tendré alguna moneda que la aleje de mí. Doblo el mapa, lo sostengo bajo mi axila, entre mi teta izquierda y mi axila, y reviso todos los recovecos de mi mochila, y entonces recuerdo que en el bolsillo de mi saco negro guardé el cambio de un paquete de chicles, meto los dedos por el agujero del bolsillo roto, y haciendo malabares con mi índice y mi dedo medio logro sacar una moneda de 50 centavos que tiro lo más suavemente posible a su lata, y entonces ella dice «mai s’arriba a cap lloc», yo sonrió, la ignoro, desdoblo mi mapa y ella repite «mai s’arriba a cap lloc». Ya me está molestando así que empiezo a caminar para alejarme de ella, pero ella insiste y camina lento y rengueando detrás de mí, gritando lo mismo cada vez más fuerte. Camino más rápido y agradezco que las calles del Raval sean como gigantes laberintos, lo cual es muy gracioso porque es de lo mismo que me quejaba minutos antes cuando no entendía el mapa. A lo lejos sigo escuchando «mai s’arriba a cap lloc» y me desesperan sus gritos y su eco y el eco que hacen esas 5 palabras en mi cabeza. Por última vez miro mi mapa, resoplo, acepto la derrota y lo tiro en una papelera de la que desbordan una cajita feliz y unas papas fritas bañadas en ketchup, y sigo caminando otra vez sin rumbo, porque total, tiene razón la gitana: nunca se llega a ningún lado

casi chau

Esta fue mi casa número quince, y quince casas son un montón para 25 años. Es un promedio de un año y medio por casa, pero si algo aprendí en 25 años de vida -que es pila y es re poco-, es que el tiempo es relativo, que el amor más fuerte de los amores puede durar un día o mil y el sentimiento sigue siendo el mismo.
Mi año empezó siendo un final más que un principio, miré los fuegos artificiales de Venecia desde la azotea de mi trabajo con los ojos llenos de lágrimas y haciendo fuerza para no llorar, hasta que no hice más fuerza y lloré y me dejé abrazar y lloré un poco más. Me gustan los cambios, pero no por eso me dan menos miedo.
Callarse es mentir y hoy te mentí a los gritos, y te voy a mentir mañana, y el lunes, y el sábado cuando me sostengas las partes rotas en un último abrazo, y hasta siempre, mi amor.
Este final que ya empezó y ya casi se acaba termina en vos y por vos y conmigo.
Me sostengo como puedo con lo último que me queda del equilibrio que me dio saberme sola tantos años, me sostengo con la poca fuerza que me queda antes de caer rendida en los brazos de mi madre.

A mi mudanza número 15 no me traje mis libros. Dejé 8 cajas llenas en un sótano de Hamburgo, y tuve que hacer una triste selección de los pocos que entraban en mi valija. Fueron 11, que seleccioné con esmero y dolorcito, y no digo dolor porque dolor es otra cosa. Dolor es leer a Idea cuando tenés el corazón roto, por ejemplo. Dolor es encontrar papelitos viejos entre medio de los libros ya leídos. Dolor es amar poema.
Estoy sentada en mi escritorio escribiendo esto en mi cuaderno, con la ventana al balcón abierta y entra una brisa que me vuela el pelo y el vestido también negro. Me veo la bombacha y pienso en lo lindo que es el verano y las pocas ganas que tengo de estar vestida. Me desvisto.
Me pregunto si hay gente que siente menos, digo, ¿todos sienten tanto como yo? Porque yo siento que siento mucho, demasiado. Sentir tanto cansa, pero peor es no sentir nada. No quiero llevar un diario de dolor. Ojalá esto sea sólo SPM.

 

Hoy hace tres meses que vivo en la ciudad más linda de todo el continente. En tres meses pasaron pila de cosas. Estuve feliz, estuve triste, agradecida y enojada. Lloré y me reí. Pensé que acá quiero estar el resto de mi vida y pensé me quiero ir de acá ya mismo. Soy pasional e impulsiva, tomo decisiones apurada y cambio de opinión mil veces.
En Venecia me desenamoré y me enamoré de nuevo. Al llegar decidí que nunca más iba a necesitar que me cuiden ni un abrazo y al final necesité un abrazo. Me dejé abrazar y me dejé cuidar, otra vez.
Aprendí que dejarme cuidar no significa ser menos independiente.
Aprendí que ser valiente implica muchísima valentía, valga la redundancia.
Aprendí que soy una mujer fuerte.
Aprendí que tengo que aprender a perdonarme.
Y aprendí a decir me gustás mucho en italiano.

Por primera vez escuché las olas del Río de la Plata. Un pibe lindo me llevó a una parte linda de la rambla de Montevideo. Yo le dije que nunca había pasado del murito para allá y él me invitó a bajar. Había una escalera y había rocas. Llovía un poquito y yo cerré los ojos y pensé que qué linda que es Montevideo, y que qué lindas las olas.

Estoy sentada mirándome los pies, las uñas medio despintadas y la piel bronceada.
Entierro los pies un poquito en la arena, y los desentierro, y agarro un montoncito de arena con la mano y me la voy tirando de a poco arriba de los pies, y después otro, y después otro.
Me duele un poco la espalda porque estoy durmiendo arriba de un sobre de dormir. Son las 7 de la mañana y ya me desperté porque el sol calienta la carpa. Abrir el cierre y salir a la playa que está ahí y sentarse en la arena en la que estoy sentada es como el paraíso pero más real. Afuera todavía está fresquito, estoy desnuda y sse me eriza un poco la piel. Pienso en el desayuno que va a ser el mismo que todos los días desde hace un montón de días, pan, queso y tomate. Pienso en el libro que terminé anoche, sobre un señor que estando preso aprende a jugar partidas de ajedrez imaginarias, contra él mismo, lo que significa anticiparte a tus propias jugadas, pero no, el encierro y la soledad desarrollan en él una especie de locura-inteligencia que casi se transforma en una esquizofrenia que lo hace ser las piezas negras, y lo hace ser las piezas blancas, juntas pero por separado.
Y entonces salís vos, y me decís guten Morgen, y el día se transforma en un día hermoso porque estamos juntos. Y cuando estamos separados, también estamos juntos.

Un cuaderno, un libro, una lapicera, un lápiz, una goma, algunos otros lápices de colores, un cuadernito casero, una cámara de fotos y sin saber cómo, un bolso que se hace bastante pesado. Ya pienso que voy a tener que estar cargando con todo ese peso en las escalas, que no son pocas, ni son cortas, y decido empezar a sacar cosas, pero mientras decido qué sacar, no me decido, y al final cargo con cosas que después ni siquiera uso.

Una vez alguien me dijo que el secreto de los buenos viajeros es el siguiente: cuando tengas la mochila pronta, abrila y sacale la mitad de las cosas.

Es que para los viajes largos es difícil empacar. Mi vestido preferido son todos, y nunca puedo quedarme sin un libro que leer, y tengo que tener dónde escribir, y dónde dibujar, y no puedo perderme de ninguna foto, y no puedo no tener flash por si alguna vez está oscuro, y mis zapatos con un poco de taco para disimular mi metro 50, pero también las botitas porque a veces hace frío, y los pies descalzos para caminar por la playa aun en esos días en que necesitaría las botas.

Y entre todo lo que llevo, pienso también en lo que dejo. A veces me intento convencer de que todo lo que dejo, ahí me espera, pero después me acuerdo de que ya me he ido otras veces, y de que no siempre todo sigue igual.

Por último prefiero ser más inteligente y pensar en todo lo que no llevo, pero me está esperando por ahí para que lo guarde en mi bolso, que pesa, pero es mi bolso.