Todavía no amanecía pero el ruido de no sé qué gato ya me había despertado. Hay tres que siempre vienen a mi patio, uno es negro y solo me mira de lejos, tiene los ojos amarillos y cuando me mira y ve que lo miro se queda quieto como una esfinge y me mira fijo. A veces nos quedamos los dos así por horas. Una vez le dije el primero en sacar la mirada pierde y perdí yo. Otro es gris con rayas negras y, aunque no sé si los pumas trepan, una vez lo vi trepar un árbol como si fuera un puma. El otro es medio amarillo y es el único que a veces entra a mi casa, recorre los muebles, se refriega en mi sillón, deja pelos blancos en mi cama y a veces me deja acariciarlo. El gris y el amarillo juegan, generalmente uno corre y el otro lo persigue y a veces se huelen el culo. Vienen a mi patio a buscar comida. Cuando llegan y no les dejé el plato de siempre se paran en el alfeizar y maúllan. Yo les dejo la comida y los miro comer. El amarillo y el gris se va turnando para meter la cabeza en el plato, y el negro sólo los mira. Yo al que más quiero es al negro. Me gusta su independencia, me gusta que no necesita de mi comida, ni la pide, ni la quiere. Me pregunto qué come y en dónde. No parece pasar hambre pero tampoco parece ser el gato de nadie. Me gusta pensarlo como un gato superior al resto de los gatos, y eso es mucho decir porque los gatos ya me parecen superiores al resto de las especies y este es el gato más gato de todos los gatos.

Fragmento de «Perdoname si no te disculpo»