Hoy tomé vino tinto y lloré mientras hablaba de la muerte y de los muertos. De los que se van, de los que vuelven, de los que los ven, de los que los matan. Hablamos de morir, hablamos de vivir y hablamos de amor, y hablamos sobre lo más duro de vivir que es morir de amor.
Morir vivo, vivir muerto.

 

«Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos» -Carlos Fuentes.

Hace unos días me desperté con una sensación muy rara, con miedo de pensar que esta es la vida que elegí y que capaz que podría haber elegido una mejor pero yo ya elegí esta así que ya está. Me puse a fantasear con universos paralelos, con vivir acá, en Hamburgo y en Montevideo al mismo tiempo, con poder tener al mismo tiempo a todos los amigos que por ahí he dejado.
Ser un «exiliado» no es tan fácil. Y el exilio voluntario, a mí al menos, me llena de culpas. Culpa de haber «abandonado» a mi familia, culpa de no estar en Uruguay militando por todo en lo que creo, culpa de no ver crecer a mi hermano, culpa de no abrazar a mis padres, culpa de dejar morir a mi abuelo.
Cuando me fui de mi casa tenía 17 años. Y en los 7 años que viví en Alemania construí una casa nueva, con una familia que elegí, con amigos que son como hermanos, con esquinas y cordones de veredas que escribieron las partes más relevantes de mi historia. Y otra vez la dejé, y me fui, y acá estoy, construyendo otra casa y otra vida, más amiga de mí misma que nunca, con más miedos que nunca, también, pero con la felicidad de vivir en una ciudad hermosa, un laberinto lleno de escondites en donde escribir más de mi historia. Y con el aprendizaje de que el mundo es enorme, y que con fuerza y valentía puedo elegir a dónde ir el día que ya no me sienta una sola con la ciudad en la que vivo.
Soy un metro cincuenta de miedos machacados con fuerza y valentía, y los días en que me perdono, me siento orgullosa de mí y mi libertad.