Mi madre es la adscripta del liceo. Es para mí la dueña de la caja en donde se guardan todas las fotocopias de las cédulas de los alumnos que conforman un crupo.
4°C, el salón de abajo de la escalera es el que quiero. Los baños son en frente, el patio es al lado, desde la ventana se puede ver a todos los que fuman en la esquina y no hay que pasar por la adscripción para salir a la calle. La cosa es que para que me toque el salón de abajo tengo que ser compañera de la Gorda Mora, que supongo prefiere que la llamen por su nombre.
A la Gorda Mora la chocó un camión cuando recién le habían regalado la moto y las piernas le quedaron medio torcidas. Como encima era una gorda medio puta que chuponeaba con tipos grandes , nosotros nos creíamos con la impunidad de odiarla sin conocerla y para divertirnos cuando nos pasaba cerca.
La suya fue la primera fotocopia de cédula que metí en la caja, y la mía la segunda. Después busqué las cédulas de todos mis amigos varones, de todos los lindos de la generación, y por último la de mi mejor amiga.
Mientras toda la gente de mi pueblo esperaba con ansias el día que colgaban las listas en la puerta del liceo, yo sabía con semanas de anticipación quiénes eran mis compañeros de banco.

Lunes 7:30 de la mañana, primer lunes de marzo, clase de Astronomía. El profesor se llamaba Carlitos y cómo mi madre le había arreglado los horarios para que trabaje sólo tres días por semana, él nos había regalado un perro, que se llamaba Tom y se babeaba pila.
Carlitos parecía imponer respeto, pero se llamaba Carlitos y me había regalado un perro, así que cuando nos dio la bienvenida mediante la interrogante: «¿cuántas estrellas hay en el cielo?», yo pensé que era gracioso responder «50, porque no tienen cuenta». Carlitos me dijo «¿me estás tomando el pelo?», y yo me reí, y todos mis amigos varones se rieron, y los más lindos de la generación se rieron, y mi mejor amiga se rió. También se rieron los otros, los anónimos, los que fueron a parar en esa caja de cédulas, los rellenos de mi 4°C.

Al lado de la casa del balneario en donde viven mis abuelos, antes vivía Martínez. No sé quién es Martínez, no sé cómo se ve, no sé a qué se dedica ni sé qué edad tiene. Al lado de la excasa de Martínez viven mis abuelos. El portón de entrada al frente es verde y se abre de arriba y de abajo con dos piripichos que cuesta poner y sacar, por eso me gusta que me esperen con el portón abierto.
Entrando estaba el árbol/planta de Santa Rita que mi abuelo podó cuando años después remodeló la casaa él solo con sus manos y las manos de su amigo Luis.
Pasando la Santa Rita había una hamaca. La hamaca era verde, verde agua pero más oscuro, un verde que no puedo en realidad describir, pero que recuerdo -o creo recordar- con una exactitud que me sorprende. Me sorprende porque hasta me acuerdo de las partes de la madera ya vieja, estaba como «pelando» y ya no era verde. Las cadenas que colgaban la hamaca eran gruesas y un poco incómodas de agarrar. Me acuerdo de mis manos chicas, chiquititas, descansando de tanto en tanto porque un poquito me dolía.
Mi abuelo me hamacaba fuerte y me decía en cada empujón «te tiro para lo de Martínez».

Por primera vez escuché las olas del Río de la Plata. Un pibe lindo me llevó a una parte linda de la rambla de Montevideo. Yo le dije que nunca había pasado del murito para allá y él me invitó a bajar. Había una escalera y había rocas. Llovía un poquito y yo cerré los ojos y pensé que qué linda que es Montevideo, y que qué lindas las olas.